Teatro

Los yugoslavos: cuando las palabras abren grietas en lo cotidiano. Teatro La Abadía.

Desde el 22 de mayo y que prorrogará funciones hasta el 6 de julio. La Obra entra ya en su recta final, aquellos que aún no la hayáis visto, estáis a tiempo. Juntar tanto talento en un escenario es un acontecimiento que no hay que dejar escapar. Dirección de Juan Mayorga.

Aunque existe una versión anterior de esta ficción, estrenada en el teatro Bitef de Belgrado en 2013, Juan Mayorga considera Los yugoslavos como su última obra, entendida no como punto final, sino como una nueva indagación. “Una obra es una indagación que excluye a la obra acabada. Siempre estoy dispuesto a dar a cada personaje una segunda oportunidad”, afirmaba durante la presentación. En esta propuesta, la acción transcurre entre cuatro espacios que coexisten más allá de la escenografía: un bar, una casa, una ciudad y un mapa. Lugares —y no lugares— que los personajes habitan, imaginan y transforman con su sola presencia.

En un bar cualquiera, de una ciudad cualquiera, la vida transcurre como un goteo sordo de rutinas. Martín, el camarero, no sabe qué le ocurre a su mujer, solo que algo se ha quebrado en ella. Un día, escucha a un cliente hablar con una extraña fuerza: no consuela, sino que lanza palabras como si fueran anzuelos, como si supiera sanar desde el lenguaje. A partir de ese momento, todo lo visible empieza a temblar.

Con Los yugoslavos, Juan Mayorga nos invita a habitar un territorio de silencios y sugerencias, donde lo más importante no se dice, sino que se intuye. El texto —inédito hasta ahora— se despliega como un puzle sin bordes, en el que el espectador ha de prestar atención a los huecos, a las miradas, a los gestos detenidos. Aquí no se trata de entender, sino de estar. Escuchar con el cuerpo.

La puesta en escena construye un espacio múltiple: un bar, una casa, una ciudad y un mapa que los conecta, como si la ficción transcurriera tanto en los lugares como en la mente de los personajes. La escenografía de Elisa Sanz, el diseño de luces de Juan Gómez-Cornejo y el espacio sonoro de Jaume Manresa no ilustran, sino que susurran. Todo remite a algo que está por debajo, como el rumor de una ciudad que no se deja ver del todo.

El reparto, como anticipaba el propio Mayorga, es extraordinario. Javier Gutiérrez compone un Martín contenido, lleno de ternura y cansancio, que se resiste a rendirse del todo. Natalia Hernández (Ángela) deslumbra sin apenas hablar: su personaje vive en el hueco entre lo que no dice y lo que sentimos que podría decir. Luis Bermejo, como el cliente inesperado, encarna ese misterio que aparece para ponerlo todo en duda. Y Alba Planas aporta al conjunto una nueva capa: la incomunicación entre padres e hijas, los vínculos rotos que a veces ni siquiera sabemos que tenemos que reparar.

Javier Gutiérrez y Luis Bermejo.

El título —Los yugoslavos— no remite a una geografía, sino a una evocación. Alude a un lugar que ya no existe, quizá nunca existió, pero que se imagina como un espacio de intensidad: “donde se juega de verdad y las mujeres bailan”. En la obra, nadie ha pisado Yugoslavia, y sin embargo todos parecen venir de un país desaparecido.

Esta no es una función para consumir con prisa. Hay que entrar en ella como quien se sienta en una mesa a esperar a que alguien hable, o se atreva a callar. Los yugoslavos no da respuestas, pero deja preguntas vibrando mucho después de que caiga el telón. ¿Qué es eso que nos rompe por dentro sin motivo aparente? ¿Qué fuerza tiene una palabra dicha a tiempo? ¿De dónde venimos cuando lo que éramos ya no existe?

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