Teatro

El legado imposible de Pedro Berriel. Morir con Chaikovski

CDN Teatro Valle-Inclán, hasta el 15 de junio, tiene en escena La Patética, obra de Miguel del Arco. Muy bien acompañado por un elenco sólido —Jimmy Castro, Inma Cuevas, Israel Elejalde, Jesús Noguero, Juan Paños, Manuel Pico y Francisco Reyes— el autor y director firma una pieza lúcida y conmovedora sobre el ego, el arte, la muerte y el amor.

Se inspira libremente en la novela Morir, de Arthur Schnitzler, para construir un viaje entre lo real y lo fantasmagórico, entre la resistencia artística y el derrumbe íntimo. La obra se despliega como una partitura emocional en la que se mezclan lo cómico, lo filosófico y lo profundamente humano.

Un director de orquesta graba la Sinfonía nº 6 de Chaikovski con el convencimiento de que esa será su obra definitiva. No hay margen para la duda: Pedro Berriel sabe que está muriendo. Tiene 53 años y un cáncer terminal que le acecha desde dentro. Mientras su cuerpo se apaga, su mente se ilumina con la intensidad de quien quiere resistir a través de la música. Pero no está solo: le acompaña el propio Chaikovski, o más bien una versión alucinada del compositor ruso, que lo guía, lo interroga, lo arropa, y también lo desarma. La Patética, dirigida por Miguel del Arco, es una comedia con protagonista trágico, un viaje entre la lucidez y el delirio, una batalla sin tregua entre el legado artístico y el olvido.

La puesta en escena, negra como una sala de ensayo y mutante como los pensamientos de Pedro, se transforma con pocos elementos en un hospital, un tren, un barrio o un bar. La escenografía minimalista permite que todo fluya, que lo simbólico no pese más de lo necesario, y que la música —y el verbo— ocupen el espacio sin estorbo. Todo gira en torno a Pedro, a su determinación por dejar una grabación impecable, su Patética, como respuesta a la muerte. Pero también gira en torno al ego, al miedo y al amor: ¿cuánto hay de artístico y cuánto de desesperado en ese empeño por ser recordado?

Con traje a la derecha de la imagen, Jesús Noguero como Chaikovski

El personaje, interpretado con brillantez, se muestra ácido, lúcido, cruel, divertido y contradictorio. Pelea con su marido, Jon, que intenta que no abandone el tratamiento. Se enfrenta a un crítico que le reprocha buscar reconocimiento a través de su condición sexual. Pedro afirma que quiere ser valorado como músico, no como “el homosexual que dirigía bien”. Pero el crítico le responde sin piedad: “No estarías en la lista de los mejores si no fueras homosexual, y tú mismo lo has destacado.” El diálogo golpea con fuerza, porque revela una de las tensiones más incómodas del presente: ¿valoramos las obras por lo que son, o por lo que representan? ¿Debe el arte rendir cuentas a la identidad de su creador?

¿Y quién nos recordará cuando dejemos de estar?

En ese punto, la obra introduce una resonancia que va más allá del personaje: la figura de Chaikovski. El compositor, que acompaña en escena como una proyección de la mente de Pedro, vivió su homosexualidad bajo una represión feroz en la Rusia del siglo XIX. Se casó para ocultarla, escribió cartas que nunca se atrevió a firmar con claridad, y murió en circunstancias que aún hoy se discuten: oficialmente por cólera, extraoficialmente por un suicidio inducido para evitar la exposición pública. Ese misterio se convierte en un espejo trágico para Pedro, quien, a pesar de vivir en un tiempo más tolerante, teme que su orientación sexual opaque su legado artístico.

La obra plantea entonces una pregunta incómoda: ¿se nos valora por lo que hacemos o por lo que representamos? ¿Importa más la música o el músico? ¿El trazo o la mano que lo sostiene? Pedro quiere ser recordado como un gran director, no como “el homosexual que dirigía bien”. Pero esa distinción, en un mundo cada vez más obsesionado con las etiquetas, parece cada vez más difícil de sostener.

En ese viaje, lo que empieza siendo un duelo contra la muerte se transforma en un duelo consigo mismo. Pedro también es alguien que desea ser llorado, que se resiste a aceptar que la vida continúe sin él. Aunque dice querer que Jon, su pareja, rehaga su vida, hay algo en su mirada —y en sus silencios— que desea lo contrario: que todo quede congelado, como una nota sostenida, como un acorde imposible de resolver. Pero la enfermedad se alarga. Y cuando el otro empieza a aceptar que debe seguir adelante, Pedro se siente traicionado. Su angustia cambia de forma: ya no es solo miedo a morir, sino miedo a no dejar una huella que lo haga eterno.

Inma Cuevas

Y entonces llega Moscú. Y el presidente Putin. Y una última oportunidad: si no puede grabar su Patética, al menos podrá dirigirla en directo, y quizás hacer algo memorable, incluso escandaloso. Un gesto contra la homofobia, contra el poder, contra el olvido. Pero la invitación viene del régimen que persigue todo lo que Pedro es. El Kremlin le ofrece la posibilidad de dirigir en la patria de Chaikovski, en un gesto casi cínico de apropiación cultural, como si el arte pudiera blanquear la represión.

Aquí la obra abre un nuevo dilema: ¿debe un artista tragar saliva, aceptar el escenario y dejar que su talento hable por él, sacrificando sus principios al altar del arte? ¿O debe, por el contrario, renunciar al prestigio si este lo pone del lado equivocado de la historia? Jon, su pareja, lo tiene claro: la dignidad no se negocia. Pero Pedro duda. ¿Es acaso vanidad querer aprovechar esa oportunidad? ¿No sería, también, un modo de resistir desde dentro? ¿Un guiño final al mismo Chaikovski que tampoco pudo vivir libre en su tierra?

El debate está servido. La disyuntiva no es nueva, pero sigue vigente. ¿Cuál es el precio del reconocimiento cuando lo firma una dictadura? ¿Hasta dónde llega la responsabilidad política del creador? La Patética no impone respuestas, pero sí lanza preguntas incómodas con una honestidad que rara vez se ve en escena.

La Patética no tiene respuestas sencillas. Y por eso funciona. Porque no hace apología de nada ni victimismo de nadie. Porque expone con inteligencia las contradicciones del deseo, del arte, de la memoria. Y porque, como la sinfonía de Chaikovski, no busca una conclusión triunfal, sino una rendición que duela, conmueva y hacerlo desde el humor. Y en ese final, sin redención ni gloria, tal vez esté su mayor verdad.

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