Mientras la guerra en Ucrania y los conflictos en Oriente Medio ocupan portadas, la atención de muchos analistas y hashtags, Sudán (lo veníamos advirtiendo desde el año pasado 2024) atraviesa en silencio una de las peores crisis humanitarias y de violencia de nuestro tiempo. La jerarquía del dolor parece estar escrita por la geopolítica: millones de personas desplazadas, ciudades asediadas, mujeres y niños convertidos en objetivos, y sin embargo, apenas cobertura televisiva en España. La guerra sudanesa, brutal y prolongada, se libra en gran medida lejos del radar global, sumiendo al país —de nuevo— en el olvido y la impunidad.
Del caos a la fragmentación: ¿hacia una “somalización” de Sudán?
Desde abril de 2023, la pugna entre el Ejército (SAF) y las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF) ha mutado en una guerra de posiciones, asedios y desplazamientos masivos. La capital, Jartum, está rota. En Darfur, las RSF han extendido su control y sitian ciudades como El-Fasher, en una operación descrita por analistas internacionales como un “kill-box”: barreras, artillería, drones y población civil atrapada entre el hambre y el fuego cruzado. El Estado colapsa y surgen, además, grupos armados locales que responden solo a sí mismos. ¿Estamos ante una balcanización de facto? La huída es desesperada y muy peligrosa. “Escapar de Jartum hacia Darfur fue una tarea angustiante, plagada de pensamientos inquietantes.” “Temía no volver a ver a mi familia. Intenté llegar a Wad Madani para buscar paso hacia Darfur, pero no había rutas seguras. Cada intento, los bombardeos aéreos me lo impedían. Finalmente, opté por atravesar la frontera hacia Etiopía.” Testimonio de un desplazado huyendo de Jartum a Etiopía.
Infancia y población civil: sobrevivir bajo asedio
La ONU advierte: Sudán es uno de los lugares más peligrosos del mundo para un niño. Reclutamiento forzoso, asesinatos, violencia sexual, pérdida de acceso a la escuela y sistemática destrucción de hospitales marcan el día a día de millones de menores. Más de 10 millones de desplazados —la mitad del país, incluidos 15 millones de niños— se agolpan en campos de desplazados improvisados sin agua suficiente, ni alimentos ni apenas protección. “Vivimos como en otra época: esperando cada amanecer sin saber si será el último”, relata una madre en un campo de desplazados en Darfur a Médicos Sin Fronteras. “Estamos viviendo en una escuela cerrada por la guerra. No poder ir a clase se ha convertido en mi mayor tristeza. Siento que pierdo mi futuro”, explica Halima, una niña de 12 años desplazada de Jartum.

La economía de la guerra: oro, ayuda, rutas de contrabando
El conflicto, lejos de aislarse, se ha convertido en negocio para algunos: los recursos auríferos, los controles sobre rutas de contrabando y el tráfico de armas sustentan a las facciones en conflicto y generan dependencia de potencias regionales. Emiratos Árabes, Egipto e incluso empresas sucesoras del grupo Wagner ruso aparecen en el tablero, mientras la economía formal se hunde y millones dependen ya de la asistencia internacional, que llega a cuentagotas. El poder se fragmenta y las guerras locales, cada vez más autónomas, complican cualquier negociación realista.
La economía sudanesa, devastada por la guerra, se ha convertido en terreno fértil para el saqueo de recursos. El oro, eje del conflicto y principal fuente de ingreso, es extraído —en su mayor parte— en condiciones de explotación, trabajo infantil y sin ninguna supervisión medioambiental ni laboral. Comunidades mineras viven bajo el control de milicias locales, que imponen “impuestos” informales y extorsionan a mineros y familias, mientras los beneficios reales del oro apenas llegan a la población. El colapso del Estado ha multiplicado estas prácticas, forzando a miles de personas a buscar sustento en el contrabando y en economías informales regidas por las armas. Este apartado bien merece un análisis más profundo, dada la importancia del tema en el conflicto y su perspectiva desde el exterior. Os ofreceremos pronto.
El olvido internacional y los frágiles intentos de paz
Pese a las fotos testigos del horror y declaraciones en la ONU, la presión internacional sigue siendo notablemente insuficiente. Las treguas auspiciadas en Yeda por Arabia Saudí y EEUU fracasan uno tras otro; la ayuda prometida es relevante pero no decisiva; la opinión pública mundial apenas incorpora a Sudán en su radar. “El mundo nos ha dado la espalda”, repiten voces sudanesas en foros virtuales, mientras las ONG insisten en la urgencia de abrir corredores humanitarios y cesar los ataques a la población civil. “Vivimos como en otra época: esperando cada amanecer sin saber si será el último,” cuenta una madre en un campo de desplazados en Darfur a Médicos Sin Fronteras. “Después de caminar varios días, llegamos a una aldea donde me dieron harina de mijo para calmar el hambre y curar mis heridas con remedios tradicionales. Pasé meses sin saber si mi esposo seguía vivo; cuando por fin llegó, se había quedado discapacitado permanentemente”. Son testimonios desgarradores que lejos del conflicto quizá nos resuena poco el eco de su desesperación, cuando en realidad está muy cerca.

¿Qué nos jugamos y qué podemos hacer desde aquí?
Sudán podría ser el espejo donde se mire el nuevo desorden internacional: guerras ignoradas, jerarquía del dolor y vidas contables solo cuando afectan a la geopolítica más visible. No basta la denuncia: necesitamos acompañar, sostener la atención y exigir respuestas. Apoyar organismos locales, amplificar voces sudanesas, visibilizar la crisis, y reclamar a nuestros gobiernos coherencia y acción: esa es la trama de responsabilidades también para quienes estamos —por ahora— a salvo del fuego. Al fin y al cabo, será también por nuestro propio bien.
Pero no nos engañemos: la probabilidad de que los gobiernos, por sí solos, den un giro decisivo es, hoy, mínima. La voluntad política se dosifica según intereses estratégicos y presiones mediáticas; y la tragedia sudanesa, lejos de esas prioridades, se prolonga en silencio. No es solo inercia ni simple indiferencia: es también resultado de un sistema internacional que jerarquiza vidas y conflictos, atiende donde sus intereses lo dictan —Ucrania por su proximidad y Gaza por su centralidad geopolítica—, y relega al olvido lo que no amenaza su agenda inmediata.
Sabemos que el oro y el beneficio extraído de la guerra nos afectan a todos —como consumidores, como votantes, como sujetos del mismo mercado global—. Quizá ese sea el mayor desafío ético: reconocer nuestra parte, aunque pequeña, en la gran maquinaria del descuido, y preguntarnos cuánta desigualdad y sufrimiento estamos dispuestos a tolerar mientras el mundo mira hacia otro lado. No hay respuestas fáciles, pero mirar, contar, acompañar y sostener la memoria de estas crisis sí está en nuestra mano. Tal vez ahí empiece la verdadera responsabilidad.











