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La fiebre del oro en el contexto del conflicto sudanés.

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El oro se ha convertido en el metal que mejor resume la guerra de Sudán: brillante en los mercados del norte global, oscuro en los campos de Darfur y Kordofán donde se extrae bajo la sombra de las milicias. Mientras la atención mediática se concentra en Ucrania y Gaza, Sudán vive una guerra financiada, en buena medida, por un recurso que alimenta tanto las cuentas de las facciones armadas como las de grandes actores económicos en Emiratos, Europa y Estados Unidos.

Del petróleo al oro: cómo se construyó la “trampa” sudanesa

Tras la independencia de Sudán del Sur en 2011, Jartum perdió alrededor del 75% de sus reservas petroleras y, con ellas, su principal fuente de divisas. El régimen de Omar al‑Bashir reaccionó dando un giro hacia el oro: se centralizó el control del sector, se impulsó la minería artesanal sin apenas regulación y se otorgaron concesiones opacas a élites militares y paramilitares. En pocos años, la producción oficial pasó de unas pocas toneladas a más de 60 toneladas anuales, con el oro representando hasta el 60–70% de las exportaciones; al mismo tiempo, se estima que entre la mitad y el 90% del oro salía del país por vías de contrabando.

Darfur se convirtió en epicentro de esta fiebre aurífera. En el yacimiento de Jebel Amer, en el norte de Darfur, tribus armadas, milicias janjaweed y luego las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF) se disputaron el control de unas minas cuyo valor se cuenta en cientos de millones de dólares. Con el tiempo, la RSF y empresas vinculadas a la familia Dagalo consolidaron su dominio sobre gran parte del oro informal, reforzando su poder económico y su autonomía frente al Ejército, un factor clave en la deriva hacia la guerra abierta desde 2023.

El oro que financia la guerra

En la guerra actual, tanto el Ejército (SAF) como la RSF se financian con oro, impuestos informales y contrabando. La RSF controla múltiples minas y rutas en Darfur y Kordofán, además de haber capturado la refinería de oro de Jartum al inicio del conflicto, donde se almacenaban más de 1,6 toneladas de oro refinado y reservas adicionales valoradas en unos 150 millones de dólares. Desde estos enclaves, el metal sale por tierra hacia Chad, Libia, República Centroafricana y Sudán del Sur, y desde allí hacia el gran hub regional: Emiratos Árabes Unidos.

La Sentry (The Sentry) y otros centros de investigación han documentado cómo la red empresarial de la RSF en Emiratos se ha diversificado en logística, inmobiliario y comercio, utilizando Dubái como plataforma para mover capitales y oro fuera de Sudán. El resultado es una economía de guerra donde las facciones armadas tienen más incentivos para mantener el control violento de territorios auríferos que para negociar una paz que sometería esos recursos a escrutinio público y tributación formal.

Dubái como lavadora global del oro sudanés

Emiratos es el eslabón más visible pero no el último. Informes de ONG’s y organismos internacionales señalan que Dubái se ha consolidado como hub de “oro de conflicto”: solo en 2012, la refinería Kaloti habría comprado al menos 57 toneladas de oro sudanés, de las cuales la ONU estima que unas 30 toneladas estaban vinculadas a milicias activas en Darfur. Entre 2012 y 2019, Kaloti siguió adquiriendo grandes volúmenes de oro al Banco Central de Sudán, que a su vez compraba mineral procedente de Jebel Amer y otras minas bajo control de grupos armados, incluido un proveedor ligado a la RSF y a facciones del Ejército de Liberación de Sudán acusadas de secuestros, trabajo forzoso y ejecuciones.

Ese oro, ya “blanqueado” en Dubái, fue revendido a la refinería suiza Valcambi, la mayor del mundo. Una investigación de Global Witness concluye que Valcambi “ignoró señales obvias” de que su proveedor emiratí podía estar comprando oro vinculado a conflicto y violaciones de derechos humanos, pese a que Sudán figuraba en sus propias listas de alto riesgo. A partir de ahí, el oro refinado entró en cadenas de suministro de más de 270 grandes marcas globales —incluyendo empresas con sede en Europa y Estados Unidos en sectores como la electrónica, la alimentación o el entretenimiento— diluyendo casi por completo el rastro de su origen sudanés.

Europa entre la impunidad y las sanciones

Este caso ilustra la primera cara de la moneda: la impunidad estructural. Las grandes refinerías y centros financieros del norte global se benefician de un sistema que, en la práctica, les permite comprar oro de alto riesgo siempre que llegue con el sello formal de un intermediario “aceptable”, mientras las comunidades de Darfur pagan el precio en forma de violencia, destrucción ambiental y trabajo precario. Las normas voluntarias de debida diligencia y los esquemas de certificación han resultado insuficientes para impedir que el oro de guerra entre en el circuito “respetable” de bancos, reservas y cadenas industriales.

La segunda cara de la moneda es el esfuerzo, todavía limitado, de sancionar redes particularmente flagrantes. En febrero de 2023, la Unión Europea sancionó a Meroe Gold, filial del grupo Wagner en Sudán, y a su director Mijaíl Potepkin, por “facilitar la explotación de recursos naturales y la difusión de influencia rusa” mediante la extracción de oro en Sudán y otros países africanos. La investigación que precedió a estas sanciones mostró cómo Wagner utilizó concesiones mineras y empresas pantalla para extraer oro sudanés, enviarlo a Rusia y ayudar a financiar tanto la represión interna en Sudán como el esfuerzo bélico de Moscú en Ucrania.

Las medidas de la UE incluyen congelación de activos y prohibición de poner fondos a disposición de Meroe Gold y sus directivos, reconociendo explícitamente que su actividad minera “amenaza la paz, la seguridad y la estabilidad de Sudán”. Sin embargo, estas sanciones no alcanzan todavía a las grandes refinerías, hubs comerciales y marcas que han absorbido durante años oro de alto riesgo, lo que deja intacto buena parte del entramado que hace rentable el saqueo.

El “norte global” frente al espejo

Hablar del “norte global” en el caso de Sudán no es un recurso retórico vacío. Es describir una arquitectura económica en la que:

  • Las guerras y la debilidad institucional convierten el oro en una fuente de financiación para milicias, ejércitos y regímenes, con un coste humano devastador para la población local. 
  • Emiratos funciona como nodo de concentración y transformación del metal, aprovechando la falta de controles rigurosos sobre el origen y la debida diligencia. 
  • Refinerías suizas, traders europeos y estadounidenses, y grandes marcas globales integran ese oro en cadenas de valor que gozan de buena reputación, mientras los riesgos se externalizan hacia Sudán. 

La paradoja es evidente: los mismos actores que impulsan estándares de “suministro responsable” o sancionan redes como Wagner no han estado dispuestos, hasta ahora, a ir mucho más allá de casos extremos, dejando intacta una economía del oro que sigue premiando la opacidad. La guerra de Sudán muestra que, mientras el metal mantenga su valor refugio y su centralidad en el sistema financiero, el incentivo para mirar hacia otro lado será muy fuerte.

Plantear esta realidad no implica caer en un cinismo paralizante, pero sí obligar a formular la pregunta incómoda: ¿cuánta violencia y cuánta impunidad estamos dispuestos a aceptar para que el oro llegue limpio a nuestros mercados? En la respuesta a esa pregunta se juega buena parte de la honestidad del discurso del “norte global” cuando habla de paz, derechos humanos y orden internacional.

Beatriz Dueñas
Analista relaciones internacionales y geopolítica




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