Ópera

Carmen, vuelve como un espejo de nuestro tiempo. 150 años después el mito indomable y su vigencia feroz.

Entre el 10 de diciembre y el 4 de enero, el Teatro Real presenta 16 funciones de una nueva producción de Carmen de Georges Bizet, una coproducción de gran envergadura junto a la Royal Ballet and Opera de Londres —donde debutó el pasado año con un éxito rotundo— y el Teatro alla Scala de Milán, que la acogerá en junio. Al frente del foso estará la directora coreana Eun Sun Kim, actual directora musical de la Ópera de San Francisco y cuya relación con el Teatro Real se remonta a 2008, cuando inició aquí su carrera internacional. Su presencia marca un regreso de gran simbolismo, guiando una lectura musical que promete precisión, tensión dramática y sutileza orquestal.

La dirección de escena corre a cargo del italiano Damiano Michieletto, uno de los grandes renovadores del teatro lírico europeo. Su propuesta, con un enfoque naturalista y psicológico de resonancias casi lorquianas, traslada la acción a los años 70 y la sitúa en un pequeño pueblo mediterráneo, árido y opresivo. Es un microcosmos violento, machista y profundamente conservador, un territorio cerrado donde lo social y lo moral asfixian. En ese entorno surge una Carmen empoderada, desafiante y libre, cuya mera existencia irrumpe como un acto político. Su forma de romper las convenciones no es solo estética, sino estructural: encarna una fuerza disruptiva que desestabiliza el orden del pueblo y desencadena, inevitablemente, su propia tragedia.

Para este montaje, Michieletto utiliza un decorado giratorio de Paolo Fantin, que construye un mundo cerrado “como un círculo infernal”, alternando espacios mínimos —una comisaría, un almacén, un club nocturno— con una geografía exterior sofocante y desolada, a medio camino entre la Andalucía profunda y la Sicilia árida del western mediterráneo. La producción contará con tres repartos principales, encabezados en el rol de Carmen por Aigul Akhmetshina, J’Nai Bridges y Ketevan Kemoklidze, acompañadas por Charles Castronovo y Michael Fabiano como Don José; Lucas Meachem, Luca Micheletti y Dmitry Cheblykov como Escamillo; y Adriana González y Miren Urbieta-Vega como Micaëla. Eun Sun Kim dirigirá todas las funciones salvo las del 3 y 4 de enero, a cargo de Iñaki Encina. Participarán el Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real y los Pequeños Cantores de la ORCAM.

El estreno de Carmen en 1875 en la Opéra-Comique de París fue un fracaso estrepitoso, escandaloso para una sociedad que, tras la caída del Segundo Imperio y la guerra franco-prusiana, buscaba obras edificantes, moralizantes y alejadas de la realidad. Bizet y sus libretistas —Henri Meilhac y Ludovic Halévy— desafiaron el canon de la opéra-comique, tanto en tema como en forma, introduciendo una heroína amoral, libre y sexualmente autónoma; un mundo marginal; y una dramaturgia de tensión progresiva que conducía a un final trágico. La ruptura era demasiado moderna para su tiempo: solo figuras como Brahms, Saint-Saëns, Chaikovski o Nietzsche supieron reconocer entonces la grandeza de su audacia.

«Dentro de muy poco tal vez perderé una de mis ilusiones y la España de mis sueños desaparecerá; la España del romancero, de las baladas de Victor Hugo, de las novelas de Mérimée, de las historias de Alfred de Musset. Al cruzar la frontera me acuerdo de lo que el bueno e ingenioso Heinrich Heine me dijo en el concierto de Liszt, con su acento alemán lleno de “humor” y malicia: “¿Cómo harás para hablar de España una vez hayas estado allí?”».

Théophile Gautier sobre la España imaginada. En Voyage en Espagne

La vida de Georges Bizet (1838–1875) estuvo marcada por una paradoja amarga: fue un compositor precoz, brillante y de una solvencia técnica excepcional, pero pasó casi toda su carrera luchando contra la indiferencia de las instituciones musicales francesas y la falta de reconocimiento. Con un carácter autoexigente y brillante, pero también proclive al desánimo cuando las instituciones y el público no respondían a su ambición artística. En los años finales, la tensión entre su necesidad de subsistir y el deseo de escribir una ópera moderna, dramática y verista se agudizó, preparando el terreno psicológico para el golpe que supuso la recepción inicial de Carmen. Formado en el Conservatorio de París, donde destacó como un talento extraordinario —obtuvo el Premio de Roma con tan solo 19 años—, Bizet fue siempre demasiado moderno para un medio musical que oscilaba entre el academicismo y el amaneramiento romántico. Sus obras sinfónicas apenas encontraron público; sus óperas anteriores tuvieron una recepción fría o directamente indiferente. Por eso Carmen se convirtió para él no solo en un proyecto artístico ambicioso, sino en el desafío personal que debía demostrar su verdadero valor como dramaturgo musical.

Bizet invirtió en Carmen una energía febril y casi obsesiva. Supervisó cada detalle de la escritura y de la adaptación del libreto de Meilhac y Halévy; revisó orquestaciones, recortó escenas, añadió números para dar más coherencia dramática a los personajes y luchó —literalmente— contra las imposiciones moralistas de la Opéra-Comique, que consideraba inaceptable presentar una historia de celos, marginalidad, contrabando y pasiones destructivas en un teatro asociado tradicionalmente a la comedia familiar. Cuando por fin la obra llegó al escenario en marzo de 1875, Bizet estaba exhausto, nervioso, sumido en insomnios y ataques de ansiedad.  La elección de llevar a escena una cigarrera sevillana libre, sexualmente autónoma, ligada al mundo marginal del contrabando y al crimen, rompía las convenciones de la Opéra-Comique, acostumbrada a tramas más ligeras y moralmente consoladoras.

El estreno fue catalogado de, frío en lo musical y escandaloso en lo moral. Carmen resultó “demasiado real”, “demasiado sensual”, “demasiado peligrosa”. El público rechazó la obra y parte de la crítica la calificó de inmoral y vulgar. Ese golpe hundió a Bizet. Tres meses después, durante un retiro en Bougival, murió de un infarto con solo 36 años, persuadido de que Carmen había sido un error y no la obra maestra que realmente era. Nunca llegó a saber que Brahms la admiraba profundamente, que Chaikovski la consideraba la ópera perfecta y que Nietzsche la opuso como antídoto vitalista al wagnerismo.

«La música (de Carmen) me parece perfecta. Se acerca ligera, suave, de forma amable. Es agradable, no hace “sudar”. […] Esta música es malvada, refinada, fatalista; y, a pesar de ello, sigue siendo popular —posee el refinamiento de una raza, no el de un individuo—. […] Posee todo aquello que es propio de las regiones cálidas: la sequedad del aire, la transparencia del aire. Aquí el clima ha cambiado en todos los sentidos. Aquí habla otra sensualidad, otra sensibilidad, otra serenidad. […] Pero su serenidad es africana: le acecha la fatalidad; su felicidad es breve, imprevista, sin remisión. Envidio a Bizet por haber tenido el coraje de expresar esta sensibilidad, que hasta hoy no había poseído un lenguaje en la música culta de Europa: el coraje de esta sensibilidad del sur, más bronceada, más ardiente».

Friedrich Nietzsche sobre Carmen y la música de Bizet
En Bizet y el caso Wagner

Leída hoy, Carmen resuena con una intensidad distinta. El libreto muestra una relación marcada por la posesión, los celos, la desigualdad de poder emocional y la violencia masculina; elementos dolorosamente vigentes en cualquier análisis contemporáneo de los feminicidios y la violencia de género. Sin embargo, uno de los grandes aciertos de Bizet y de sus libretistas es la complejidad psicológica del conflicto. Carmen no es una víctima pasiva ni un mero símbolo de libertad romántica: es una mujer que elige, que provoca, que desafía y que empuja cada situación hasta el límite. Su temeridad —esa forma de “jugar” con la fatalidad y presionar a Don José cuando él ya ha mostrado ser un hombre inestable, violento y dominado por sus pulsiones— añade capas incómodas a la lectura.

“Todavía estoy averiguando quién es Carmen. Es una mujer de un carácter complejo con todo lo que implica ser un ser humano. Quiere amar y ser amada sin ser juzgada y sobre todo ser libre. Busca la aprobación de los otros en ese deseo de ser aceptada. Pero, ¿quién es libre realmente? Todos de alguna manera estamos ajustados a un molde, no somos libres del todo. Por eso es que adoro esta ópera, porque nos habla de nosotros de las emociones de ser humanos”

Aigul Akhemetshina (Carmen)

No es una justificación —ni lo es en la ópera ni debe serlo ahora— pero sí un matiz dramático de enorme inteligencia: Carmen no busca protección, ni amor, ni sumisión. Busca libertad, incluso si esa libertad la arrastra hacia el precipicio. En esa tensión insostenible entre un hombre que solo entiende el amor como propiedad y una mujer que solo entiende la vida como libertad absoluta, Bizet construye una tragedia inevitable. La modernidad de Carmen reside en que Bizet concibió un personaje femenino que aún hoy incomoda porque no cabe en ningún molde. No es heroína ni víctima; tampoco es la femme fatale romántica que la tradición quiso simplificar. Carmen es un arquetipo moderno porque su libertad es absoluta, no negociable, y nace de un instinto vital que rechaza cualquier forma de pertenencia. Dice lo que piensa, se mueve donde quiere, elige a quien desea y se marcha cuando lo decide. No pide perdón por vivir fuera de la norma; tampoco justifica sus actos.

Esa radicalidad —tan avanzada para 1875— sigue siendo hoy un gesto político. En la ópera, la libertad de Carmen no es abstracta: es corporal, sexual, económica y afectiva. Su independencia económica como trabajadora; su movilidad en un entorno marginal; su rechazo frontal a la domesticación romántica… Todos esos elementos hacen de ella una figura que aún resuena en los debates actuales sobre autonomía femenina. Bizet construye además un personaje que no se deja explicar por estereotipos. Carmen no es “buena” ni “mala”; es compleja, contradictoria, impulsiva, lúcida, temeraria. Precisamente esa falta de complacencia —esa negativa a convertirse en un trofeo narrativo— es lo que la convierte en un arquetipo moderno en toda regla.

La evolución de Don José es, desde la perspectiva actual, una radiografía precisa de la violencia posesiva. Su transformación no responde a un arrebato súbito, sino a una cadena reconocible: fascinación → dependencia → celos → aislamiento → violencia. Bizet lo retrata como un hombre atrapado entre la rigidez moral que ha interiorizado —la madre, el ejército, el sentido del deber— y un deseo que no sabe gestionar. Su amor por Carmen es una mezcla tóxica de pasión, obsesión e incapacidad para aceptar un “no”.

“Don José es al mismo tiempo complejo y simple, es un hombre enamorado que confunde sus sentimientos con la pertenencia de otro ser humano. Subyugado a su madre, lo que denota a su edad cierta inmadurez no es capaz de enfrentar el amor por la mujer que desea y las demandad de su madre. No quiere hacer daño a Carmen pero (sin justificar el acto de matarla para nada) ella de alguna manera con su comportamiento le empuja sabiendo de lo que él es capaz por su debilidad, incluso matarla, esto es muy complicado y es lo que hace de Carmen una ópera tan potente hoy día y tan polémica en su momento”.

Charles Castronovo (Don José)

En el libreto, Carmen percibe esa inestabilidad. La provoca, sí; le planta cara y lo empuja al límite, consciente de su fragilidad emocional. Pero la tragedia no nace de lo que ella hace, sino de lo que él no puede controlar. Don José no soporta que Carmen decida, que se vaya, que tenga otro. Lo que él considera amor es, en realidad, propiedad emocional, un mecanismo que hoy reconocemos con claridad en los discursos y las narrativas de tantos casos de violencia machista y feminicidio. En ese sentido, la ópera, sin pretender ser un alegato social —Bizet no compuso un manifiesto, sino una tragedia humana— se ha convertido hoy en un espejo incómodo: muestra cómo una mujer que ejerce su libertad choca con un hombre incapaz de tolerarla.

Damiano Michieletto sitúa la acción en los años 70, y no es una elección decorativa sino conceptual. Esa década —marcada por transformaciones sociales profundas, tensiones entre tradición y modernidad y un despertar de nuevas libertades— funciona como un marco perfecto para confrontar dos mundos: el de la Carmen libre y el de una comunidad que todavía funciona con códigos de control social muy rígidos. Su lectura naturalista y psicológica convierte el pueblo mediterráneo en un microcosmos opresivo, donde la violencia soterrada es un lenguaje cotidiano. La presencia fantasmática de la madre de Don José —un añadido escénico significativo— subraya el peso de las expectativas y los mandatos morales que él arrastra. La estética de los 70, el vestuario, la escenografía giratoria de Fantin, la crudeza de ciertos espacios (el almacén, la comisaría, el club) refuerzan la idea de que Carmen no solo desafía a un hombre, sino a una estructura social entera, rígida y vigilante. Michieletto no actualiza Carmen para hacerla coyuntural, sino para recordar que los mecanismos de control, deseo y violencia no pertenecen al siglo XIX: siguen siendo nuestros.

Ciento cincuenta años después de su estreno, Carmen sigue viva gracias a la música de Bizet. Cada compás, desde la sensualidad de la habanera hasta la energía de los coros y escenas de conjunto, empuja la acción y da vida a los personajes con una intensidad que sigue emocionando. En esta producción, bajo la batuta de Eun Sun Kim y la dirección de Michieletto, la música no solo acompaña la historia: la ilumina, recordándonos que la genialidad de Bizet es, todavía hoy, inagotable.

BGD

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