Teatro

Duncan MacMillan y Personas, lugares y cosas. Teatro Español de Madrid.

Duncan MacMillan se ha consolidado como una de las voces más incisivas del teatro británico contemporáneo por su capacidad para convertir conflictos íntimos en dispositivos escénicos de alcance político. En su dramaturgia, la salud mental, la adicción, la ansiedad generacional o la crisis climática no funcionan como temas, sino como experiencias que atraviesan el cuerpo del espectador. Personas, lugares y cosas es, quizá, la obra que mejor sintetiza esa poética: un descenso sin sentimentalismo al interior de la adicción y de los mecanismos —personales y sociales— que intentan nombrarla, contenerla y, a veces, domesticarla.

La pieza se estrenó en 2015 en el National Theatre de Londres, en una producción dirigida por Jeremy Herrin con Denise Gough como protagonista, convertida ya en referencia canónica. Aquella puesta en escena apostaba por una estética casi cinematográfica: un espacio clínico, blanco y móvil, diseñado por Bunny Christie, donde las paredes se desplazaban como la mente de la protagonista y el ritmo avanzaba a una velocidad vertiginosa. La adicción se representaba como una experiencia de pérdida de control, de fragmentación constante, y el espectáculo no concedía tregua ni al personaje ni al público.

De Londres a Madrid: la propuesta de Pablo Messiez

La adaptación y dirección de Pablo Messiez para el Teatro Español se sitúa deliberadamente en otro lugar. Sin renunciar a la crudeza del texto de MacMillan, la versión española desplaza el foco desde el impacto hacia la percepción, desde el vértigo hacia la escucha. Frente a la maquinaria escénica del original británico, Messiez parece optar por una aproximación más minimalista e introspectiva, donde el cuerpo, la respiración y la presencia se convierten en los verdaderos territorios del conflicto.

Aquí, la caída de Emma no se narra tanto como una sucesión de episodios clínicos, sino como un proceso de desposesión progresiva: perder los nombres, los vínculos, los lugares y las cosas hasta quedar reducida a una identidad en suspenso. La puesta en escena rehúye el realismo explícito para construir un espacio más abstracto, casi mental, donde los silencios y las pausas adquieren un peso específico. Si la producción londinense funcionaba como un plano secuencia acelerado, la de Messiez introduce una temporalidad distinta, más quebrada, más atenta a las fisuras.

Desde esta perspectiva, el texto de MacMillan —escrito por un autor que pertenece plenamente a la generación que retrata— despliega una lectura política y generacional nada complaciente. La adicción aparece como síntoma de un malestar más amplio: la presión social por tener éxito, la exigencia constante de rendimiento emocional y profesional, el individualismo feroz que convierte cualquier fracaso en culpa personal. El abuso de drogas y alcohol no se presenta como una transgresión romántica, sino como una forma de huida de uno mismo, un intento desesperado de silenciar la sensación de inutilidad y soledad que atraviesa a muchos de los personajes.

La obra señala también, con un cinismo incómodo, las grietas del entorno familiar y social. Sin convertir a los padres en villanos ni justificar la autodestrucción, el texto deja entrever cómo ciertas dinámicas —la falta de reconocimiento, la distancia emocional, las expectativas no dichas— pueden erosionar la autoestima hasta volverla frágil. No todos cuentan con los mismos mecanismos de defensa: mientras algunos resisten, otros caen al abismo movidos por una necesidad imperiosa de sentirse vistos, queridos o simplemente válidos. En Emma, esa carencia adopta tintes narcisistas: la búsqueda constante de aprobación, de foco y de respeto la convierte en un ser simultáneamente menesteroso y autodestructivo, atrapado entre el deseo de ser admirada y la incapacidad de sostenerse a sí misma. Con un terrible sentimiento de culpa Emma se castiga por la muerte de su hermano, sin poder enfrentarse al dolor sola y sobria.

Intérpretes y dispositivo escénico

En el centro del montaje se sitúa Irene Escolar, que asume el reto de dar vida a un personaje extraordinariamente complejo y lleno de capas, sostenido además por un texto exigente, afilado y de gran dificultad interpretativa. Su Emma evita con inteligencia cualquier deriva excesiva o paródica, algo especialmente delicado en un personaje atravesado por el abuso, la negación y el caos emocional. Escolar encuentra el tono justo, tanto en los momentos de humor —que resuelve con una sequedad precisa, casi cortante, fiel al cinismo defensivo del personaje— como en los pasajes dramáticos, donde se crece sin subrayados ni complacencias.

En esas escenas de mayor intensidad, la actriz logra transmitir fragilidad sin convertirla en espectáculo, conteniendo el desbordamiento y dejando que la emoción emerja desde la fisura, no desde el exceso. Su interpretación sostiene la ambigüedad moral del personaje: una mujer herida, narcisista y vulnerable a partes iguales, cuya búsqueda constante de reconocimiento convive con una pulsión autodestructiva. Escolar no pide empatía fácil, pero la construye desde la verdad escénica, permitiendo que el espectador se acerque a Emma sin absolverla.

A su alrededor, el reparto sostiene una propuesta coral y fragmentada, donde los personajes funcionan como reflejos múltiples de la protagonista. El elenco asume la lógica de la duplicidad —terapeutas, familiares, compañeros de rehabilitación— reforzando la sensación de un sistema que observa, diagnostica y devuelve la mirada.

La escenografía de Max Glaenzel, el vestuario de Silvia Delagneau y la iluminación de Carlos Marquerie dialogan con esta idea de desnudez emocional, evitando lo descriptivo para subrayar estados de ánimo. El diseño sonoro de Óscar G. Villegas y el movimiento escénico de Josefina Gorostiza completan un dispositivo donde lo sensorial sustituye al golpe de efecto y donde cada elemento parece orientado a acompañar, más que a explicar, el viaje interior de Emma.

Epílogo

Quienes tuvieron ocasión de ver la producción británica estrenada en 2015 encontrarán en esta versión motivos más que suficientes para no perdérsela. Lejos de comparaciones estériles, la adaptación de Pablo Messiez propone un desplazamiento dramatúrgico consciente y estimulante: allí donde el original apostaba por el impacto y la maquinaria escénica, esta lectura abre un espacio para la introspección y la escucha, ampliando las posibilidades del texto sin traicionarlo. Esa elección, arriesgada por definición, se sostiene con coherencia y valentía.

Conviene recordar que Personas, lugares y cosas fue reconocida en el Reino Unido con varios Premios Olivier en 2016 —entre ellos, mejor actriz para Denise Gough, mejor obra y mejor diseño de sonido—, consolidándose como uno de los hitos recientes del teatro británico. Ojalá esta versión española tenga también su recorrido y su reconocimiento, y que la Emma de Irene Escolar encuentre el eco que merece: no como réplica de aquel éxito, sino como una interpretación propia, sólida y profundamente contemporánea.

Ficha artística

Autor: Duncan MacMillan

Adaptación y dirección: Pablo Messiez

Escenografía: Max Glaenzel

Vestuario: Silvia Delagneau

Iluminación: Carlos Marquerie

Sonido: Óscar G. Villegas

Movimiento escénico: Josefina Gorostiza

Reparto:

Emma: Irene Escolar

Konstantin / Marc: Javier Ballesteros

Pol / Padre: Tomás del Estal

Pastor: Brays Efe

Doctora / Terapeuta / Madre: Sonia Almarcha

Charlotte: Claudia Faci

Juan: Daniel Jumillas

Laura: Mónica Acevedo

Moni: Blanca Javaloy

T: Manuel Egozkue

Doble de Emma: Josefina Gorostiza

Teatro Español (Madrid)
Funciones: del 25 de noviembre al 11 de enero de 2026



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